miércoles, 28 de septiembre de 2011

HOJA DE VIDA DE JOSÉ LUÍS GARCÉS GONZÁLEZ


Nació en Montería. Escritor, ensayista, poeta, investigador. Miembro fundador del Grupo El Túnel, de Montería y su actual director.
·         Ejerce como profesor del Departamento de Español y Literatura de la Universidad de Córdoba, Colombia. 
·         Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad de Córdoba.
·         Diplomado en Docencia Universitaria, Universidad de Córdoba.
·         Curso Novela Latinoamericana, Universidad Nacional, Bogotá, a cargo del escritor mexicano René Avilés Fabila.
·         Ha publicado cuentos, poemas, crónicas, investigaciones literarias, ensayos y estudios monográficos.
·         Ha ganado diversos concursos a nivel nacional, tanto de novela como de cuento. Entre éstos están: Segundo premio Plaza y Janés, 1985, con Entre la soledad y los cuchillos; Primer premio de Novela Ciudad de Pereira, 1984, con Carmen ya iniciada. Primer premio al Mejor Envío Extranjero, Concurso de Cuentos Javiera Carrera, Valparaíso, Chile, 1983.
·         En 1992, con motivo de los 500 años de América logró el tercer premio en el concurso de historia, Universidad del Atlántico, con el ensayo Dos lujurias en América.
·         Su libro de cuentos Fernández y las ferocidades del vino, ganó el segundo premio en el concurso nacional del libro de cuento Ciudad de Bogotá, en 1991.
·         Su argumento Caballo viejo, fue adaptado como telenovela y vendido a más de veinte países del área hispana. En España obtuvo el premio Onda.
·         En el primer trimestre de 1999 estuvo en una pasantía en la Universidad de Zaragoza (España) y trabajó en enseñanza de literatura latinoamericana
·         Cuentos suyos han sido traducidos al eslovaco (Antología del cuento colombiano, traducción de Slovenka Literárna Agentúra, de Bratislava, 1987), francés: Anthologie de la nouvelle latino-américaine (Antología de la novela latinoamericana, 1991), alemán: Erzählungen aus Spanisch Amerika: Kolumbien (Cuentos hispanoamericanos: Colombia, 1997), inglés (The Book of Brevita: El libro de la brevedad, 2000). Poemas de su libro Cuerpos otra vez fueron traducidos al portugués (traducción de Fernando Mendes Vianna, 1999), Sus ensayos sobre pintura, titulados Intentar el fondo, fueron traducidos al italiano por el profesor y filólogo Alessandro Baldi (1999).
·         A finales de febrero de 2007 obtuvo el II Premio Nacional de libro de cuento de la Universidad Industrial de Santander con el volumen Aguacero contra los Árboles.
·         En marzo de 2007 fue incluido en la Antología Vino para contarnos, publicada por Editorial Planeta, Buenos Aires, Argentina y distribuida en América Latina y España.
·         Escogido por el Observatorio del Caribe Colombiano como el ESCRITOR CARIBE 2009.
  • Sus libros publicados son:
  1. Oscuras cronologías (cuentos, 1980).
  2. La efímera inmortalidad de los espejos (cuentos, 1982).
  3. Los extraños traen mala suerte (novela, 1982).
  4. Entre la soledad y los cuchillos (novela, 1985).
  5. Balada del amor final (cuentos, 1986).
  6. La llanura obstinada (novela, 1988).
  7. Carmen ya iniciada (novela, 1988).
  8. Corazón plural (poemas, 1989).
  9. Fernández y las ferocidades del vino (cuentos, 1991).
  10. Cuerpos otra vez (textos poéticos, 1993).
  11. Zahusta (cuentos, 1995).
  12. El abuelo Bijao y otros cuentos de lao (cuentos infantiles, 1996, 2007).
  13. Crónicas para intentar una historia (crónicas, 1998).
  14. Los locos de Montería (investigación, 1999).
  15. Isaac (novela, 2000, 2008).
  16. El abuelo Bijao ha regresao (cuentos infantiles 2002, 2004).
  17. Literatura en el Sinú (investigación, dos tomos, 2000).
  18. Manuel Zapata Olivella, caminante de la literatura y de la historia (investigación, 2002).
  19. Cultura y Sinuanología (investigación, 2002).
  20. La vida (cuentos cortos, estampas, viñetas, 2004).
  21. Ese viejo vino oscuro (novela, 2005).
  22. Literatura en el Caribe colombiano. Señales de un proceso (investigación, 2007).
  23. Aguacero contra los árboles (cuentos, 2007).
  24. Sombra en los aljibes (poemario, 2008)
  25. La muerte del filósofo y otras narraciones (2009)
  26. Montería a sol y sombra (2010)
  27. Textos de medianoche (2011)



TELÉFONO:  7830163 – Celular: 3135099504
E-MAIL:          jlgarces2@yahoo.es


ECUACIÓN PARA SABER CUÁNDO SE ACABA EL AMOR

      
Cuándo se acaba el amor, preguntan muchos;
qué enigma, qué tarea para el oráculo;
y yo respondo: se acaba cuando
tú te desenredas de sus ojos, cuando ya no son
serpiente entrando en tu loco corazón;
se acaba el amor cuando tu rompes con su ombligo;
y ya no reconstruyes la cuerda que te unía
a su arrugado centro;
se acaba cuando ya sus nalgas no le dicen
nada a tu entrepierna, cuando ya ese idioma
en movimiento no ablanda tu coraje,
ni daña tu temperatura de viejo reptil acorazado.

Cuándo se acaba el amor, preguntan muchos;
quién siembra la derrota, qué artificio
destruye los flancos de  su quimera;
y yo respondo: se acaba cuando
sus labios no alargan tu deseo; cuando su pantorrilla
no logra descifrar el fuego que hay en tu leña;
cuando sus pechos, jugosos o esquivos,
no amamantan las ilusiones que en una noche
de arena te forjaste; cuando la obscenidad que
sale de su boca se queda entre las sábanas
convertida en sólo obscenidad, liberada de
misterio y sesgada de espíritu.
Cuándo se acaba el amor, preguntan muchos,
y yo, atrevido e inane, respondo: cuando la
máscara se vuelve vieja y se disuelve con el
temblor de prima noche; cuando la
continuidad de los meses y la repetición de las
posturas para mirarse a los ojos, hace verano en
los amantes, y sólo queda el tedio del hueso,
el torpe cuerpo cubierto de escamas y de adioses.                                      

jueves, 18 de noviembre de 2010

POEMAS...


LA BIOGRAFÍA

Leo la biografía
de un grande hombre.
En diez líneas
despachan lo que sucedió en treinta años:
tan abundante la vida.
Tan injusta la escritura.















TEORÍA DE LO NUEVO

Todo está asistido
por la confusión
de lo que se cree nuevo.
Nada hay nuevo.
Todo se repite.
Lo diferente es la repetición
del eco.
La nueva humedad
cuando el grito está seco.
Lo nuevo no es la moda.
No es lo que llegó hoy.
Lo nuevo es lo que se mantiene
vigente.
Lo que sigue incendiando,
lo que siendo pasado
te mira a los ojos de frente.









EN BÚSQUEDA DEL YO

Me describo
Me descifro
Me interpreto
Mis ojos son los de mi madre
El carácter es el de mi abuela materna
Tengo confundida la paternidad
de mi escasa inteligencia.
Los brazos son los de un tío que no conocí
La frente, la de mi abuelo paterno (supongo)
Los pies, por lo andariegos, deben
ser los de mi abuelo materno (que tampoco conocí)
Los puños, cuando los aprieto fuerte,
son los de mi padre.
También es de él la forma de caminar
Y qué es lo mío. Cuál es mi aporte.
¿O es que mi cuerpo es sólo una deuda?
Hay que aclarar pronto esa confusión
que no me deja adquirir mi carné de identidad



LO DE CANTINFLAS VA EN SERIO

LO DE CANTINFLAS VA EN SERIO

            “Si venimos a este mundo a ser infelices, pues mejor nos devolvemos”, dijo Cantinflas. Y en medio de lo que aparenta ser humor o habladuría se esconde una inquietud sociológica: el destino del ser humano sobre la tierra. Porque el lenguaje de Cantinflas tiene más de lo que parece mostrar. El juego de palabras, el enredo verbal es una propuesta premeditada, una especie de texto previo. Descifrar lo que hay en el sub-texto es la tarea. Lo de “cantiflada” es casi insulso. Es la forma rápida y fácil de salirse del engranaje que subyace en el follaje oral de Mario Moreno, ídolo de multitudes en el mapa latinoamericano.
            El lenguaje enrevesado es cuestionamiento y defensa. Enreda al contrario y esa es la manera idónea de criticarlo, de ubicarlo en el puesto que se merece, o de desubicarlo, o de ridiculizarlo. En fin, de ganarle el pleito. Frente al poder establecido (llámese truhán, alcalde o terrateniente); Cantinflas echa mano de ese lenguaje de apariencia alocutada; y al usarlo desata un mecanismo capaz de emparejar las cargas. Si él no le puede ganar al poderoso en su propio terreno (pues el poderoso posee una infraestructura que lo protege: matones o subalternos), lo lleva entonces a los predios de un lenguaje que parece incoherente y sorpresivo, casi siempre chistoso o de doble intención, pero que para Cantinflas representa una especie de contrapoder. Su primera batalla la libra en los terrenos del lenguaje; de ese enunciado que parece un contralenguaje, palabras para confundir y para instalar una forma de misterio o de poder.
            Así, el maloso parpadea, se siente enredado, percibe que lo está llevando a una geografía oral en donde las garras se le atascan y la fuerza se le debilita. En El fotógrafo, Cantinflas le va a tomar una placa a un senador, y se desarrolla este breve diálogo: “A ver, déjeme arreglar la chaqueta”, dice el político. Responde Cantinflas: “De todos modos no se le quita lo sospechoso”. La crítica es feroz, no hay duda. Algo similar plantea en “El analfabeto” cuando le toca enfrentar a un alto ejecutivo: “Me extraña que siendo usted gerente de banco conozca la honradez”. O cuando lleva detenida a la manada de ladrones, y la policía, al no saberlo, trata de impedirles el paso: “... déjelos pasar que son senadores de la República”. La comparación, por excepción, puede resultar injusta, pero sin rodeos es demoledora.
            Dentro del torrente verbal de Cantinflas, ya sea al final, al principio o mitad de la frase, se infiltra el veneno, la ironía, el sarcasmo, o el acoso al contradictor. Pero no todo es verborrea o ese tren apabullante de palabras. En ocasiones salta de la hojarasca que paraliza y atonta a la certeza expresada en lenguaje simple y de cuerpo entero. Pues en Cantinflas, la verdad a veces va directa, a veces se encubre, pero siempre se dice. Cuando quiere decir sin decir, acude al sistema que utilizó en 1929 cuando llegó donde el gerente de Follies, de México, en busca de trabajo, y espetó: “¿Qué hay, colega? ¿Nada? Entonces ¿por qué me pregunta? ¿Lo que decía, no? Pues, entonces, contráteme, verdad... el patrón de oro, viejo, porque si usted es el patrón, claro, lo que le venía diciendo, ¿verdad, Chato? Voto por usted, gracias viejo. Adiós, chino...” entre tanto ramaje le está diciendo politiquero y le está ofreciendo su voto si le da el empleo. Cualquier coincidencia es exacta realidad.
            Al lado de lo oral existe en Cantinflas otra semiótica: el lenguaje del rostro: bigotes, labios y ojos. El manejo facial, en Mario Moreno Reyes, muchas veces reemplaza la palabra. Ya sea que utilice, aislada o colectivamente, esa línea fina cortada con chapucería y burla que llaman bigote; esos globos que revolotean al antojo de la alegría o la tristeza; esa cremallera de carne que a veces frunce en la melancolía o extiende en la felicidad o en el sarao. Un movimiento de su bigote dictamina una actitud. Un rapto de los ojos manifiesta una sorpresa o un anonadamiento. Y esto sin anexar ese tono afalsetado de la voz que semeja una flauta afinada con piedras cuando se torna llorón o melancólico, pese a que él trate de acomodarlo: “Los hombres no lloran... lo que pasa es que el cambio de clima creo que me dio catarro”, como explica en “El bolero de Raquel”.
            Por otra parte, no debe olvidarse que en todas sus películas Cantinflas muestra una especial predilección por el hecho educativo. Esta constante debería llevarlo a ser valorado y estudiado por las personas y las entidades que tengan que ver con la orientación pedagógica de los pueblos latinoamericanos. Fue un propagador de la necesidad de la educación como factor no sólo de desarrollo colectivo sino de liberación y progreso individual. Para Cantinflas la educación era dignidad, arma moral para defenderse de la infamia del enemigo (“Puede que no sepa leer ni escribir, pero bien que me explotan”: “El analfabeto”). En el filme “El profe”, para citar un solo ejemplo, le choque con el terrateniente es definitivo y claro. Cantinflas por la escuela; el latifundista, contra la escuela.
            Bosque iracundo y desconcertante en el lenguaje, postura a favor de los necesitados, pantaloncito de parches en el nacimiento de las nalgas. Cantinflas no es sólo relajo, humor, demagogia de cinematógrafo, idolito del vulgo. Es mucho más. Sus películas, que deben ser vistas y repetidas por todos los latinoamericanos, son una propuesta de mayor profundidad. Darles una lectura de más amplio alcance es la tarea que se impone. Pues lo de Cantinflas, pese a la risa, va en serio.                 
Junio de 1993

lunes, 15 de noviembre de 2010

AMOR Y DESAMOR | ENTRE EL LIBRO Y EL LECTOR


- EL LIBRO:
Instalados los candelabros, encendido los pabilos y proyectadas las primeras sombras empezaremos el gran rito de entrar al libro como objeto sagrado, como instrumento de pesadilla o de esperanza.
Como es de público conocimiento, el libro no ha existido siempre. Lo primero fue lo oral y los grandes maestros de la antigüedad clásica fueron maestros orales: Buda, Confucio, Jesucristo y Sócrates.
En esa época ya existía la escritura, pero no el libro. Porque el libro no es escritura simplemente. O letras nada más. Es coherencia, coacción, misterio reunido en páginas.
Por ello todo era dicho, o casi todo era dicho. Y por el temor o la reverencia que provocaba la palabra escrita, la palabra hablada mantenía la supremacía. Es conocido que Platón, en su obra Fedro, recopilación de sus seguidores, dice que los libros son como efigies, “que parecen vivas, pero que no contestan una palabra a las preguntas que se les hacen”. Por su parte Clemente de Alejandría afirmaba que “lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda”.
Borges sostiene que Pitágoras no escribió, y lo hizo deliberadamente para que sus ideas viviesen después de su muerte corporal incluidas en las mentes de sus discípulos.
Es popular la definición borgiana de que el libro es extensión de la memoria y de la imaginación; la cual es sintética sin dejar de ser perfecta. Y no sólo es extensión sino que también es profundización y permanencia, ampliación y experiencia de lo imaginado y lo vivido, de lo pensado y lo deseado. Por algo, precisamente, decía el maestro Alfonso Reyes que el libro escrito es deseo apagado.
¿Cuál es, entonces, el destino del libro? Desde La odisea el libro ya tiene asignado un destino. En el libro octavo de ese texto se dice que “los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar”. He allí la premisa y la tarea: cantar las desgracias, arrebatarlas al silencio y hacer colectiva su memoria.
Pero de los avatares del mundo nadie se ha librado. Ni siquiera el libro, que en muchas ocasiones ha sido considerado peligroso o desechable. Recoge la historia las pretensiones del emperador Shih Huang Ti cuando mandó a hacer dos cosas en pos de su inmortalidad: ordenó la construcción de las 600 leguas en piedra de la muralla china, y la quema de todos los libros de historia y de humanística que le habían antecedido. Con esto último, como se puede colegir, quería que todos reempezaran con él, que la memoria del pueblo chino fuera extirpada y que todos los personajes que en ella intervinieron fueran definitivamente borrados. Pese a los castigos muchos libros fueron conservados, los libros retornaron. Sólo la piedra, que existe pero no habla, quedó para la historia.
Frente a la prelación antigua por la oralidad (prueba de ella son los diálogos socráticos), San Juan nos dice que Cristo escribió una sola vez y lo hizo sobre el suelo y quizá nadie leyó esas palabras, pero para que perduraran su trayectoria y sus palabras otros hombres, apóstoles iluminados, tuvieron que escribirlas y no dejarlas al vaivén del recuerdo o la intuición. Vemos, pues, cómo la palabra, que tiene mucho de viento o de luz que huye, no pervive por sí sola.
Escalofriantemente exacto es lo que dice León Bloy acerca de que “nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos o sus sentimientos, ni cuál es su verdadero nombre”. De entrada y en juego abstracto, así es. Pero Mallarmé nos dice que él si sabe para qué es el mundo. El mundo existe para un libro, asegura rotundo. O lo que tal vez sería igual: el mundo es un libro, y en él nos leemos, nos encontramos y detectamos las aristas de nuestro destino. Saber leerlos es nuestra tarea de humanos. Así sabremos qué somos y qué hemos venido a hacer a este juego de barajas y dados.
Sobre el vigor cosmogónico del libro y la palabra, Borges nos cuenta que en un libro redactado en Siria o Palestina, en el siglo VI, y titulado El Tratado Sefer Yetsirah, o “Libro de la formación”, la letra kaf, “que tiene poder sobre la vida, sirvió para crear el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo”. La palabra o la dispersión de sus elementos enciende su poder y es apta no sólo para nombrar las cosas, lo cual supuestamente es su rutina, sino para crearlas y ubicarlas en el laberinto universal. La palabra, entonces, no únicamente designa, sino que crea; quien sostenga lo contrario que recuerde que hay 99 nombres de Dios que la tradición acepta como ciertos.
Ahora bien, el libro de ficción, el libro poético, el libro que escudriña la condición humana no está hecho para decir en forma axiomática “esto es”, debe ayudar, más bien, a que nosotros mismos sepamos “si realmente es”. Su tarea es volcar el vaso que contiene el claroscuro y las sugerencias. Pues el libro de arte no está hecho, a la hora de los cuestionamientos, para ser entendido sino para ser interpretado, sentido. La poiesis no se dirige a la razón, su objetivo es más intrincado y profundo. Su meta es la sensibilidad, no el conocimiento experimental. Su andar se encamina más a la magia que a la ecuación.
Por eso la lectura no sólo consiste en conocer qué dice el libro, sino, también, en saber qué no dice, qué oculta, qué alcances o carencias tiene, y qué lugares del alma afecta o deja extrañamente ilesos.
Y los lectores, que son parte insustituible de esta relación recíproca, padecen las mutaciones del tiempo. Acogiéndonos a la idea del río heracliteano, los lectores no son siempre los mismos, aunque físicamente sean los mismos. Así, leer un libro con los ojos de la ingenuidad o la impreparación de los primeros años, no es igual a leerlo con el olfato de la astucia y la solidez de la cultura. Habrá, entonces, determinado tiempo para determinados libros, y cada libro tendrá su tiempo, no cronológico sino intelectual. Pues el libro da lo que seamos capaces de extraerle. Para bien o para mal.
Hoy día, a diferencia de cuando se escribía en tabletas de arcilla en Asiria o Babilonia, o en hojas de papiro en Roma, Egipto o Grecia, o en los pergaminos estampados en letras de plata y oro de la Edad Media, el libro ha devenido en un servicio público, en un objeto de primera necesidad. No se concibe un pueblo que quiera ser medianamente culto ejerciendo la indiferencia o el desprecio hacia el libro, voz y alma de los hombres muertos o distantes, memoria que regresa, ambigua pretensión de inmortalidad. Los libros, como la cultura, deben ser, tal lo afirmaba el maestro mexicano Alfonso Reyes, un deber de fiesta cívica. No una dádiva, sino un deber. No una generosidad sino un derecho. Quizá el segundo más humano de los derechos.
Instalados los candelabros, encendido los pabilos y proyectadas las primeras sombras, abramos la biblioteca y empecemos la liturgia. Leer es un rito, un sacramento, una bella y terrenal manera de practicar lo sagrado. Que haya silencio y que empiece la gran ceremonia.

- RELACIONES ÍNTIMAS ENTRE EL LIBRO Y EL LECTOR:
Me gustaría manejar esta reflexión sobre el amor y el desamor del libro y el lector, recordando un poco, no sé claramente por qué, al Libertador Simón Bolívar en San Pedro Alejandrino, enfermo y decepcionado, penumbroso de alma y escuálido de cuerpo, sentado debajo de un tamarindo, leyendo El Quijote, el libro de la temeridad y la bella y la justa locura, su libro, su obra, su nexo directo entre la alucinación de los molinos de viento y la aventura liberadora en las mágicas tierras de América.
Esa estampa del Libertador, colindante con el desamparo, atacada por las decepciones, por las incomprensiones y por la ingratitud consustancial a un porcentaje excesivo del género humano, es demoledora pero significativa. Para sobrellevar esa soledad espiritual recurrió a pocas cosas. Podríamos decir que acudió al recuerdo de Manuela, su dulce y sensual loca, y a la maestría de Don Miguel de Cervantes. Entra el libro, pues, a ocupar un lugar básico en las horas de un hombre que sabe que se le está yendo la vida. El libro como compañero de los momentos postreros, cumpliendo sin alardes, demostrando que con su humildad y su silencio puede ser fiel sostén en los trances vitales de la existencia. El libro no sólo para descubrir la vida, sino, también, para penetrar a los predios oscuros o luminosos de la muerte.
Muchas veces los libros se pasean por las calles, por las murallas de la esperanza, por las esquinas abundantes, por los mercados llenos de frutas tropicales, por los barrios proletarios, por las avenidas solitarias, por los hospitales y las discotecas, por la selva y la llanura, por la noche de los mosquitos y por el último sol de los matarratones, por los canales de la sangre y por los desiertos de la sed, por los pasadizos incrédulos y por las habitaciones de la religión y de la fe, por los ojos entusiasmados de las muchachas en flor, por los labios agrietados de las viejas y los viejos, por el olor de las tabernas, por las sustancias de la furia, por el currículo de los vegetales mostrencos, por el huracán de los sentimientos, por las convulsiones de la sonrisa y el llanto.
La presencia física del libro le añade peso al universo, pero también le anexa alegrías o tristezas, dudas o claridades. Su silencio en una biblioteca es una forma de hablarse a sí mismo y una manera prudente de retar al género humano. El libro cerrado es un desafío, un pétalo de informes y rebeldías. Allí, cerrado, está al acecho. No impone condiciones para delatarse.
El libro cerrado no duerme, simplemente espera. Y mientras espera, en sus páginas sus personajes, de nuevo, entablan el viejo diálogo y las antiguas disputas; el tiempo, como paisaje que fluye, vuelve a instalar sus remotos ocasos. En el libro cerrado las historias no se clausuran. Por el contrario, hierven, se movilizan, renuevan la música de sus articulaciones.
Si para algunos príncipes y gobernantes los libros abiertos son peligrosos, esto es, los libros leídos y algunos luego practicados, los libros cerrados no lo son menos. Son batallones emboscados, incrustados en las laderas y el silencio en espera de su oportunidad. Allí la memoria no envejece. Se mantiene expectante, dejando que el tiempo transcurra y llegue la hora de la abertura y la trompeta. Ese es un silencio peligroso. No es más que el aplazamiento del conflicto. Este desconocimiento, ya sea por orden del príncipe, o por dejadez del lector, no lo conduce a la muerte. Esos libros que existen pero que nadie lee o puede leer, están a la espera, y ya conocemos con Onelio Jorge Cardozo que saber esperar hace parte de la victoria.
Ahora bien, se dice que el libro no escoge al lector. Cuando sale de impresión, el libro no sabe qué mano lujuriosa o esquiva lo tocará, frotará su lomo, o acariciará sus páginas. No sabe qué ojos, inquisitivos o indiferentes, generosos o egoístas, se pasearán por su discurso. No sabe si será leído con pasión, si será concluido, o abandonado en las primeras páginas. No sabe si se convertirá en una donación, o si por el contrario, será un compañero inseparable, una referencia obligatoria. Cuando sale al mercado su destino es incierto. Él sabe que es él, que es portador de una historia o de una información, que alguien derramó en él sus acosos, sus obsesiones o conocimientos. No sabe más. Por ello se parece al hijo que crece y se entrega a los avatares del mundo. Toda su existencia está sometida al azar de las probabilidades, y al simple deseo silencioso de que su porvenir esté signado por la valoración y por la suerte.
Por otro lado, el lector tiene la posibilidad de escoger el libro que va a leer. En ese aspecto, no hay reciprocidad. El lector tiene, en términos generales, opciones, tiene temas y autores para seleccionar. Puede dejar en los estantes al libro que no le interesa y al escritor que no le sea simpático. En esta relación un poco epidérmica el lector es un ente activo y el libro una realidad pasiva. El lector hace y el libro deja hacer, se somete, no protesta por los olvidos o las preferencias.
Pero todo esto antes de empezar la ceremonia de la lectura, como decía André Gide. Cuando se descorren las cortinas, la relación libro y lector cambia. El lector tiene que captar el discurso que el libro le brinda. Aquí el libro toma la iniciativa. Va entregando su información palabra a palabra, línea a línea. Va estableciendo una relación de conflicto con el lector. Relación que puede ir del amor al desamor. El lector, influido, forja su juicio. Puede aplaudir y gustar de la historia que lee, y sentirse feliz por haber hallado un pensamiento, una construcción, una frase que encaje o compatibilice con sus emociones estéticas o ideológicas.
En el proceso de la lectura los sentimientos del lector pueden variar. La adhesión o la crítica. El entusiasmo o la indiferencia. La euforia o la repulsión. Todas estas reacciones, y quizá más, pueden presentarse leyendo un mismo texto. Inclusive, situaciones y personajes pueden despertarnos diversas y contradictorias sensaciones. Allí en verdad se da el amor o el desamor con todas sus discutibles posiciones intermedias. Y si se produce el rechazo, esta negativa no sólo es al libro como objeto que ocupa un espacio y posee unas características, sino al escritor que lo produjo, a la mente que lo fraguó, a las condiciones subjetivas y objetivas que lo hicieron posible,
Decíamos que el libro, como el hombre, no conoce su propio destino. Y si profundizáramos un poco nos encontraríamos con la nostalgia del libro olvidado, del libro perdido, del libro extraviado, del libro obsequiado, del libro que será recogido de las librerías y luego vendido como papel de desecho para engrosar la materia prima con que serán elaborados otros libros, quizá similares o antagónicos, libros que encarnarán otras informaciones, otras historias, y que retornarán a las librerías, a las bibliotecas, a los estantes, a padecer el ciclo del mercadeo y de la lectura, o a afrontar, de pronto, el melancólico riesgo del olvido.
En ese concierto de extravíos, los libros quedan refundidos en una gaveta, en un baúl, en una frágil caja de cartón, en la soledad de un aeropuerto (no se alarmen, los aeropuertos son los lugares más solos del mundo), en la butaca promiscua de una sala de cine, en el mostrador de una farmacia, en el sillón de un carro, en la oscuridad de una bodega, en una vitrina al lado de un desodorante y de una aniquilada pasta dental. En los sitios más sorpresivos, los libros son abandonados, y de allí empiezan su recorrido, su periplo hacia el exilio, hacia un mundo que los recibirá con inesperada alegría o con escalofriante desdén.
Pero no todo es desastre entre las páginas. Hay un tipo de lector que de verdad ama a los libros, que de verdad los tiene en alta estima, que de verdad, como dice Borges, les profesa culto como objetos sagrados. Para este tipo de lector, los libros no son seres neutrales que pueden comprarse por kilos o por metros. No, son compañeros, guías, flores que se abren, misterios que plantean sus laberintos, jirones sangrantes de la vida. Y no son objetos artificiales, colocados para cubrir un espacio, o para otorgar un falso aire de sabiduría. Para este lector amoroso, los libros hacen parte insustituible de su existencia y son fragmento indispensable en la búsqueda de esa quimera que se llama felicidad. Puede discutir con ellos, puede expresarles su desacuerdo, puede entablar polémicas por diversidad de los enfoques o en las sensibilidades, pero nunca dejará de amarlo. Las discrepancias, en este caso, no menguan sino que profundizan el amor.