lunes, 15 de noviembre de 2010

AMOR Y DESAMOR | ENTRE EL LIBRO Y EL LECTOR


- EL LIBRO:
Instalados los candelabros, encendido los pabilos y proyectadas las primeras sombras empezaremos el gran rito de entrar al libro como objeto sagrado, como instrumento de pesadilla o de esperanza.
Como es de público conocimiento, el libro no ha existido siempre. Lo primero fue lo oral y los grandes maestros de la antigüedad clásica fueron maestros orales: Buda, Confucio, Jesucristo y Sócrates.
En esa época ya existía la escritura, pero no el libro. Porque el libro no es escritura simplemente. O letras nada más. Es coherencia, coacción, misterio reunido en páginas.
Por ello todo era dicho, o casi todo era dicho. Y por el temor o la reverencia que provocaba la palabra escrita, la palabra hablada mantenía la supremacía. Es conocido que Platón, en su obra Fedro, recopilación de sus seguidores, dice que los libros son como efigies, “que parecen vivas, pero que no contestan una palabra a las preguntas que se les hacen”. Por su parte Clemente de Alejandría afirmaba que “lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda”.
Borges sostiene que Pitágoras no escribió, y lo hizo deliberadamente para que sus ideas viviesen después de su muerte corporal incluidas en las mentes de sus discípulos.
Es popular la definición borgiana de que el libro es extensión de la memoria y de la imaginación; la cual es sintética sin dejar de ser perfecta. Y no sólo es extensión sino que también es profundización y permanencia, ampliación y experiencia de lo imaginado y lo vivido, de lo pensado y lo deseado. Por algo, precisamente, decía el maestro Alfonso Reyes que el libro escrito es deseo apagado.
¿Cuál es, entonces, el destino del libro? Desde La odisea el libro ya tiene asignado un destino. En el libro octavo de ese texto se dice que “los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar”. He allí la premisa y la tarea: cantar las desgracias, arrebatarlas al silencio y hacer colectiva su memoria.
Pero de los avatares del mundo nadie se ha librado. Ni siquiera el libro, que en muchas ocasiones ha sido considerado peligroso o desechable. Recoge la historia las pretensiones del emperador Shih Huang Ti cuando mandó a hacer dos cosas en pos de su inmortalidad: ordenó la construcción de las 600 leguas en piedra de la muralla china, y la quema de todos los libros de historia y de humanística que le habían antecedido. Con esto último, como se puede colegir, quería que todos reempezaran con él, que la memoria del pueblo chino fuera extirpada y que todos los personajes que en ella intervinieron fueran definitivamente borrados. Pese a los castigos muchos libros fueron conservados, los libros retornaron. Sólo la piedra, que existe pero no habla, quedó para la historia.
Frente a la prelación antigua por la oralidad (prueba de ella son los diálogos socráticos), San Juan nos dice que Cristo escribió una sola vez y lo hizo sobre el suelo y quizá nadie leyó esas palabras, pero para que perduraran su trayectoria y sus palabras otros hombres, apóstoles iluminados, tuvieron que escribirlas y no dejarlas al vaivén del recuerdo o la intuición. Vemos, pues, cómo la palabra, que tiene mucho de viento o de luz que huye, no pervive por sí sola.
Escalofriantemente exacto es lo que dice León Bloy acerca de que “nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos o sus sentimientos, ni cuál es su verdadero nombre”. De entrada y en juego abstracto, así es. Pero Mallarmé nos dice que él si sabe para qué es el mundo. El mundo existe para un libro, asegura rotundo. O lo que tal vez sería igual: el mundo es un libro, y en él nos leemos, nos encontramos y detectamos las aristas de nuestro destino. Saber leerlos es nuestra tarea de humanos. Así sabremos qué somos y qué hemos venido a hacer a este juego de barajas y dados.
Sobre el vigor cosmogónico del libro y la palabra, Borges nos cuenta que en un libro redactado en Siria o Palestina, en el siglo VI, y titulado El Tratado Sefer Yetsirah, o “Libro de la formación”, la letra kaf, “que tiene poder sobre la vida, sirvió para crear el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo”. La palabra o la dispersión de sus elementos enciende su poder y es apta no sólo para nombrar las cosas, lo cual supuestamente es su rutina, sino para crearlas y ubicarlas en el laberinto universal. La palabra, entonces, no únicamente designa, sino que crea; quien sostenga lo contrario que recuerde que hay 99 nombres de Dios que la tradición acepta como ciertos.
Ahora bien, el libro de ficción, el libro poético, el libro que escudriña la condición humana no está hecho para decir en forma axiomática “esto es”, debe ayudar, más bien, a que nosotros mismos sepamos “si realmente es”. Su tarea es volcar el vaso que contiene el claroscuro y las sugerencias. Pues el libro de arte no está hecho, a la hora de los cuestionamientos, para ser entendido sino para ser interpretado, sentido. La poiesis no se dirige a la razón, su objetivo es más intrincado y profundo. Su meta es la sensibilidad, no el conocimiento experimental. Su andar se encamina más a la magia que a la ecuación.
Por eso la lectura no sólo consiste en conocer qué dice el libro, sino, también, en saber qué no dice, qué oculta, qué alcances o carencias tiene, y qué lugares del alma afecta o deja extrañamente ilesos.
Y los lectores, que son parte insustituible de esta relación recíproca, padecen las mutaciones del tiempo. Acogiéndonos a la idea del río heracliteano, los lectores no son siempre los mismos, aunque físicamente sean los mismos. Así, leer un libro con los ojos de la ingenuidad o la impreparación de los primeros años, no es igual a leerlo con el olfato de la astucia y la solidez de la cultura. Habrá, entonces, determinado tiempo para determinados libros, y cada libro tendrá su tiempo, no cronológico sino intelectual. Pues el libro da lo que seamos capaces de extraerle. Para bien o para mal.
Hoy día, a diferencia de cuando se escribía en tabletas de arcilla en Asiria o Babilonia, o en hojas de papiro en Roma, Egipto o Grecia, o en los pergaminos estampados en letras de plata y oro de la Edad Media, el libro ha devenido en un servicio público, en un objeto de primera necesidad. No se concibe un pueblo que quiera ser medianamente culto ejerciendo la indiferencia o el desprecio hacia el libro, voz y alma de los hombres muertos o distantes, memoria que regresa, ambigua pretensión de inmortalidad. Los libros, como la cultura, deben ser, tal lo afirmaba el maestro mexicano Alfonso Reyes, un deber de fiesta cívica. No una dádiva, sino un deber. No una generosidad sino un derecho. Quizá el segundo más humano de los derechos.
Instalados los candelabros, encendido los pabilos y proyectadas las primeras sombras, abramos la biblioteca y empecemos la liturgia. Leer es un rito, un sacramento, una bella y terrenal manera de practicar lo sagrado. Que haya silencio y que empiece la gran ceremonia.

- RELACIONES ÍNTIMAS ENTRE EL LIBRO Y EL LECTOR:
Me gustaría manejar esta reflexión sobre el amor y el desamor del libro y el lector, recordando un poco, no sé claramente por qué, al Libertador Simón Bolívar en San Pedro Alejandrino, enfermo y decepcionado, penumbroso de alma y escuálido de cuerpo, sentado debajo de un tamarindo, leyendo El Quijote, el libro de la temeridad y la bella y la justa locura, su libro, su obra, su nexo directo entre la alucinación de los molinos de viento y la aventura liberadora en las mágicas tierras de América.
Esa estampa del Libertador, colindante con el desamparo, atacada por las decepciones, por las incomprensiones y por la ingratitud consustancial a un porcentaje excesivo del género humano, es demoledora pero significativa. Para sobrellevar esa soledad espiritual recurrió a pocas cosas. Podríamos decir que acudió al recuerdo de Manuela, su dulce y sensual loca, y a la maestría de Don Miguel de Cervantes. Entra el libro, pues, a ocupar un lugar básico en las horas de un hombre que sabe que se le está yendo la vida. El libro como compañero de los momentos postreros, cumpliendo sin alardes, demostrando que con su humildad y su silencio puede ser fiel sostén en los trances vitales de la existencia. El libro no sólo para descubrir la vida, sino, también, para penetrar a los predios oscuros o luminosos de la muerte.
Muchas veces los libros se pasean por las calles, por las murallas de la esperanza, por las esquinas abundantes, por los mercados llenos de frutas tropicales, por los barrios proletarios, por las avenidas solitarias, por los hospitales y las discotecas, por la selva y la llanura, por la noche de los mosquitos y por el último sol de los matarratones, por los canales de la sangre y por los desiertos de la sed, por los pasadizos incrédulos y por las habitaciones de la religión y de la fe, por los ojos entusiasmados de las muchachas en flor, por los labios agrietados de las viejas y los viejos, por el olor de las tabernas, por las sustancias de la furia, por el currículo de los vegetales mostrencos, por el huracán de los sentimientos, por las convulsiones de la sonrisa y el llanto.
La presencia física del libro le añade peso al universo, pero también le anexa alegrías o tristezas, dudas o claridades. Su silencio en una biblioteca es una forma de hablarse a sí mismo y una manera prudente de retar al género humano. El libro cerrado es un desafío, un pétalo de informes y rebeldías. Allí, cerrado, está al acecho. No impone condiciones para delatarse.
El libro cerrado no duerme, simplemente espera. Y mientras espera, en sus páginas sus personajes, de nuevo, entablan el viejo diálogo y las antiguas disputas; el tiempo, como paisaje que fluye, vuelve a instalar sus remotos ocasos. En el libro cerrado las historias no se clausuran. Por el contrario, hierven, se movilizan, renuevan la música de sus articulaciones.
Si para algunos príncipes y gobernantes los libros abiertos son peligrosos, esto es, los libros leídos y algunos luego practicados, los libros cerrados no lo son menos. Son batallones emboscados, incrustados en las laderas y el silencio en espera de su oportunidad. Allí la memoria no envejece. Se mantiene expectante, dejando que el tiempo transcurra y llegue la hora de la abertura y la trompeta. Ese es un silencio peligroso. No es más que el aplazamiento del conflicto. Este desconocimiento, ya sea por orden del príncipe, o por dejadez del lector, no lo conduce a la muerte. Esos libros que existen pero que nadie lee o puede leer, están a la espera, y ya conocemos con Onelio Jorge Cardozo que saber esperar hace parte de la victoria.
Ahora bien, se dice que el libro no escoge al lector. Cuando sale de impresión, el libro no sabe qué mano lujuriosa o esquiva lo tocará, frotará su lomo, o acariciará sus páginas. No sabe qué ojos, inquisitivos o indiferentes, generosos o egoístas, se pasearán por su discurso. No sabe si será leído con pasión, si será concluido, o abandonado en las primeras páginas. No sabe si se convertirá en una donación, o si por el contrario, será un compañero inseparable, una referencia obligatoria. Cuando sale al mercado su destino es incierto. Él sabe que es él, que es portador de una historia o de una información, que alguien derramó en él sus acosos, sus obsesiones o conocimientos. No sabe más. Por ello se parece al hijo que crece y se entrega a los avatares del mundo. Toda su existencia está sometida al azar de las probabilidades, y al simple deseo silencioso de que su porvenir esté signado por la valoración y por la suerte.
Por otro lado, el lector tiene la posibilidad de escoger el libro que va a leer. En ese aspecto, no hay reciprocidad. El lector tiene, en términos generales, opciones, tiene temas y autores para seleccionar. Puede dejar en los estantes al libro que no le interesa y al escritor que no le sea simpático. En esta relación un poco epidérmica el lector es un ente activo y el libro una realidad pasiva. El lector hace y el libro deja hacer, se somete, no protesta por los olvidos o las preferencias.
Pero todo esto antes de empezar la ceremonia de la lectura, como decía André Gide. Cuando se descorren las cortinas, la relación libro y lector cambia. El lector tiene que captar el discurso que el libro le brinda. Aquí el libro toma la iniciativa. Va entregando su información palabra a palabra, línea a línea. Va estableciendo una relación de conflicto con el lector. Relación que puede ir del amor al desamor. El lector, influido, forja su juicio. Puede aplaudir y gustar de la historia que lee, y sentirse feliz por haber hallado un pensamiento, una construcción, una frase que encaje o compatibilice con sus emociones estéticas o ideológicas.
En el proceso de la lectura los sentimientos del lector pueden variar. La adhesión o la crítica. El entusiasmo o la indiferencia. La euforia o la repulsión. Todas estas reacciones, y quizá más, pueden presentarse leyendo un mismo texto. Inclusive, situaciones y personajes pueden despertarnos diversas y contradictorias sensaciones. Allí en verdad se da el amor o el desamor con todas sus discutibles posiciones intermedias. Y si se produce el rechazo, esta negativa no sólo es al libro como objeto que ocupa un espacio y posee unas características, sino al escritor que lo produjo, a la mente que lo fraguó, a las condiciones subjetivas y objetivas que lo hicieron posible,
Decíamos que el libro, como el hombre, no conoce su propio destino. Y si profundizáramos un poco nos encontraríamos con la nostalgia del libro olvidado, del libro perdido, del libro extraviado, del libro obsequiado, del libro que será recogido de las librerías y luego vendido como papel de desecho para engrosar la materia prima con que serán elaborados otros libros, quizá similares o antagónicos, libros que encarnarán otras informaciones, otras historias, y que retornarán a las librerías, a las bibliotecas, a los estantes, a padecer el ciclo del mercadeo y de la lectura, o a afrontar, de pronto, el melancólico riesgo del olvido.
En ese concierto de extravíos, los libros quedan refundidos en una gaveta, en un baúl, en una frágil caja de cartón, en la soledad de un aeropuerto (no se alarmen, los aeropuertos son los lugares más solos del mundo), en la butaca promiscua de una sala de cine, en el mostrador de una farmacia, en el sillón de un carro, en la oscuridad de una bodega, en una vitrina al lado de un desodorante y de una aniquilada pasta dental. En los sitios más sorpresivos, los libros son abandonados, y de allí empiezan su recorrido, su periplo hacia el exilio, hacia un mundo que los recibirá con inesperada alegría o con escalofriante desdén.
Pero no todo es desastre entre las páginas. Hay un tipo de lector que de verdad ama a los libros, que de verdad los tiene en alta estima, que de verdad, como dice Borges, les profesa culto como objetos sagrados. Para este tipo de lector, los libros no son seres neutrales que pueden comprarse por kilos o por metros. No, son compañeros, guías, flores que se abren, misterios que plantean sus laberintos, jirones sangrantes de la vida. Y no son objetos artificiales, colocados para cubrir un espacio, o para otorgar un falso aire de sabiduría. Para este lector amoroso, los libros hacen parte insustituible de su existencia y son fragmento indispensable en la búsqueda de esa quimera que se llama felicidad. Puede discutir con ellos, puede expresarles su desacuerdo, puede entablar polémicas por diversidad de los enfoques o en las sensibilidades, pero nunca dejará de amarlo. Las discrepancias, en este caso, no menguan sino que profundizan el amor.

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